Aprende a respirar
(bien)

El pasado 25 de mayo, George Floyd fue asesinado por la policía de Minneapolis en Estados Unidos. Cuatro policías estuvieron involucrados en su arresto, por presuntamente presentar un billete de 20 dólares falso en una tienda.

A pesar de no oponer resistencia al procedimiento, Derek Chauvin lo inmovilizó en el suelo arrodillándose sobre su cuello durante 8 minutos y 46 segundos. Ni ser grabado, ni las suplicas de quienes estaban allí, ni escuchar a Floyd repetidas veces diciendo que no podía respirar, evitó que lo asfixiara.

Este hecho criminal y racista, perpetrado a manos de oficiales del Estado, desató la furia en el país. En cerca de 100 ciudades estadounidenses se han realizado protestas, en donde se han impuesto toques de queda, han habido saqueos, incendios, el derribamiento de ‘monumentos’ e incluso el cerco de la casa Casa Blanca.

Las manifestaciones, en medio de la pandemia global del Coronavirus, han logrado la aprobación de un nuevo modelo para la policía de Minneapolis, la prohibición de gases lacrimógenos y estrangulamientos en Seattle, y el remplazo de la policía por profesionales entrenados y desarmados para diversos asuntos en San Francisco, entre otros.

Sin embargo, estas acciones institucionales son pocas y no son suficientes si no se traducen en justicia real, pues son decenas de oficiales los que siguen libres, y muchos en ejercicio, como en los casos de: Tamir Rice, Ahmaud Arbery o Breonna Taylor.

El movimiento #BlackLiveMatter ha venido extendiéndose por todo el mundo. Particularmente en Colombia se vio ciberactivismo en el #BlackOutTuesday, iniciativa que consistía en postear en las redes sociales un cuadrado negro, tendencia que fue cuestionada por carecer de un propósito mayor y sí invisibilizar el contenido de valor que venían compartiendo activistas, líderes y aliados.

Ese esnobismo de decir “no al racismo”, pero sin hacer un esfuerzo por situar la discusión en el contexto nacional y evidenciar sus raíces y consecuencias, dice perfectamente lo poco que importan estas luchas.

La verdad es que Colombia da clases internacionales sobre cómo ignorar matanzas por parte del Estado, vandalizar la protesta, los movimientos sociales e invisibilizar y minimizar el racismo y la criminalidad de la fuerza estatal.

Sufrimos tan poco nuestras tragedias, que lamentamos a George Floyd, pero pasamos por alto el asesinato de Anderson Arboleda, un joven afrodescendiente de Puerto Tejada, Cauca, atacado el 19 de mayo, en pleno movimiento antiracista.

Con tan solo 19 años fue abordado por dos policías en la puerta de su casa, acusado de violar la cuarentena decretada en el marco del coronavirus. Lo agarraron a bolillazos y murió un par de días después en la Clínica Valle de Lili de Cali.

Hasta el momento no se conocen las identidades de los policías y el comandante de la estación en Puerto Tejada fue trasladado.

Lo que asfixia en Colombia

Los “colombianos” hablan de raza solo para mostrarse como un país “biodiverso”, para aplaudir cantantes y deportistas, para apropiarse de su cultura y tradiciones, pero para nada más.

Bien afirma Francia Márquez, lideresa social afrodescendiente del Norte del Cauca, que aquí el racismo es estructural, es el lenguaje puesto en la dirigencia del país, aquel que termina expresándose en violencia en las calles, en violencia policial, en racismo cotidiano, una cadena que no lleva ninguna posibilidad de desarrollo a sus territorios.

Ella da un claro ejemplo de lo que significa el racismo de Estado, recordando las declaraciones dadas por el exdiputado antioqueño, Rodrigo Mesa, en 2012, cuando se debatía la inversión de recursos en la frontera entre Antioquia y el Chocó (véase aquí). Sus palabras, que no valen la pena citar, ni repetir, son lo que para muchos significan las comunidades ancestrales de este país.

Según datos del Gobierno, la pobreza multidimensional de los pueblos indígenas es 2,5 veces más alta que el total nacional, y la de los pueblos y comunidades afrodescendientes 1,5 veces más alta.

Asimismo, de acuerdo con el Dane, el 30 % de los afrodescendientes está en la pobreza, el 20% no tiene agua potable y el 14,3% es analfabeta. Y es tan claro el racismo en Colombia, que nos han hecho creer, y nos hemos convencido, de que esto pasa porque simplemente hay municipios y departamentos “pobres”, como si fuera por elección, y no por la opresión y el abandono.

El mapa nacional está tan cercado, que son justamente los pueblos étnicos y racializados quienes desproporcionalmente han vivido el conflicto armado, y esto no importa más allá del papel. El Estado disputa sus territorios en favor del “desarrollo”, dejando en claro que ellos no hacen parte de ese discurso de progreso nacional.

“Aquí se puede explotar los recursos naturales sin ningún problema, se puede verter cianuro, mercurio, porque se consideran que estos cuerpos racializados no son importantes”, afirma Márquez.

Se repite que somos un pueblo mestizo, autoproclamado en la constitución del 91 como una nación pluriétnica y multicultural, pero esto no hace más que encubrir las jerarquías raciales en Colombia.

Jerarquías que permiten y amparan que funcionarios del Gobierno se refieran hacia grupos indígenas como “miserables y brutos” y al día siguiente no pase nada, las que reeligen a Paloma Valencia, una senadora que propuso dividir el Cauca en dos, “un departamento indígena y otro para los mestizos”, proponiendo un apartheid como solución a sus legítimos reclamos.

Ponerles rostro y voz a estos cuerpos históricamente violentados por el pensamiento colonial es un primer paso para hablar de racismo en Colombia:

“‘No puedo respirar’ es el grito que como Floyd pegamos cuántos negros en este Pacífico. Que nos dejen respirar proveyéndonos por alguna vez de salud, educación, vivienda…

“Nuestros jóvenes tienen que salir de los territorios porque no encontramos un docente, porque no encontramos una pastilla, porque no encontramos un médico que atienda las primeras necesidades, pero también tienen que salir porque están siendo reclutados, también tienen que salir porque el Estado con las políticas está envenando el territorio. Y yo me pregunto… ¿si esto fuera en otra parte del mundo, esto se estuviera tolerando?”, Leyner Palacios, líder social afrodescendiente sobreviviente de la masacre de Bojayá.

Somos la rodilla en el cuello que asfixia, que mata, porque aquí hasta ‘poder respirar’ es un privilegio, es un grito diario contra el maltrato y la violencia que no escuchamos.

  • Editorial
  • Junio 2020, Los Otros
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Aprende a respirar
(bien)

El pasado 25 de mayo, George Floyd fue asesinado por la policía de Minneapolis en Estados Unidos. Cuatro policías estuvieron involucrados en su arresto, por presuntamente presentar un billete de 20 dólares falso en una tienda.

A pesar de no oponer resistencia al procedimiento, Derek Chauvin lo inmovilizó en el suelo arrodillándose sobre su cuello durante 8 minutos y 46 segundos. Ni ser grabado, ni las suplicas de quienes estaban allí, ni escuchar a Floyd repetidas veces diciendo que no podía respirar, evitó que lo asfixiara.

Este hecho criminal y racista, perpetrado a manos de oficiales del Estado, desató la furia en el país. En cerca de 100 ciudades estadounidenses se han realizado protestas, en donde se han impuesto toques de queda, han habido saqueos, incendios, el derribamiento de ‘monumentos’ e incluso el cerco de la casa Casa Blanca.

Las manifestaciones, en medio de la pandemia global del Coronavirus, han logrado la aprobación de un nuevo modelo para la policía de Minneapolis, la prohibición de gases lacrimógenos y estrangulamientos en Seattle, y el remplazo de la policía por profesionales entrenados y desarmados para diversos asuntos en San Francisco, entre otros.

Sin embargo, estas acciones institucionales son pocas y no son suficientes si no se traducen en justicia real, pues son decenas de oficiales los que siguen libres, y muchos en ejercicio, como en los casos de: Tamir Rice, Ahmaud Arbery o Breonna Taylor.

El movimiento #BlackLiveMatter ha venido extendiéndose por todo el mundo. Particularmente en Colombia se vio ciberactivismo en el #BlackOutTuesday, iniciativa que consistía en postear en las redes sociales un cuadrado negro, tendencia que fue cuestionada por carecer de un propósito mayor y sí invisibilizar el contenido de valor que venían compartiendo activistas, líderes y aliados.

Ese esnobismo de decir “no al racismo”, pero sin hacer un esfuerzo por situar la discusión en el contexto nacional y evidenciar sus raíces y consecuencias, dice perfectamente lo poco que importan estas luchas.

La verdad es que Colombia da clases internacionales sobre cómo ignorar matanzas por parte del Estado, vandalizar la protesta, los movimientos sociales e invisibilizar y minimizar el racismo y la criminalidad de la fuerza estatal.

Sufrimos tan poco nuestras tragedias, que lamentamos a George Floyd, pero pasamos por alto el asesinato de Anderson Arboleda, un joven afrodescendiente de Puerto Tejada, Cauca, atacado el 19 de mayo, en pleno movimiento antiracista.

Con tan solo 19 años fue abordado por dos policías en la puerta de su casa, acusado de violar la cuarentena decretada en el marco del coronavirus. Lo agarraron a bolillazos y murió un par de días después en la Clínica Valle de Lili de Cali.

Hasta el momento no se conocen las identidades de los policías y el comandante de la estación en Puerto Tejada fue trasladado.

Lo que asfixia en Colombia

Los “colombianos” hablan de raza solo para mostrarse como un país “biodiverso”, para aplaudir cantantes y deportistas, para apropiarse de su cultura y tradiciones, pero para nada más.

Bien afirma Francia Márquez, lideresa social afrodescendiente del Norte del Cauca, que aquí el racismo es estructural, es el lenguaje puesto en la dirigencia del país, aquel que termina expresándose en violencia en las calles, en violencia policial, en racismo cotidiano, una cadena que no lleva ninguna posibilidad de desarrollo a sus territorios.

Ella da un claro ejemplo de lo que significa el racismo de Estado, recordando las declaraciones dadas por el exdiputado antioqueño, Rodrigo Mesa, en 2012, cuando se debatía la inversión de recursos en la frontera entre Antioquia y el Chocó (véase aquí). Sus palabras, que no valen la pena citar, ni repetir, son lo que para muchos significan las comunidades ancestrales de este país.

Según datos del Gobierno, la pobreza multidimensional de los pueblos indígenas es 2,5 veces más alta que el total nacional, y la de los pueblos y comunidades afrodescendientes 1,5 veces más alta.

Asimismo, de acuerdo con el Dane, el 30 % de los afrodescendientes está en la pobreza, el 20% no tiene agua potable y el 14,3% es analfabeta. Y es tan claro el racismo en Colombia, que nos han hecho creer, y nos hemos convencido, de que esto pasa porque simplemente hay municipios y departamentos “pobres”, como si fuera por elección, y no por la opresión y el abandono.

El mapa nacional está tan cercado, que son justamente los pueblos étnicos y racializados quienes desproporcionalmente han vivido el conflicto armado, y esto no importa más allá del papel. El Estado disputa sus territorios en favor del “desarrollo”, dejando en claro que ellos no hacen parte de ese discurso de progreso nacional.

“Aquí se puede explotar los recursos naturales sin ningún problema, se puede verter cianuro, mercurio, porque se consideran que estos cuerpos racializados no son importantes”, afirma Márquez.

Se repite que somos un pueblo mestizo, autoproclamado en la constitución del 91 como una nación pluriétnica y multicultural, pero esto no hace más que encubrir las jerarquías raciales en Colombia.

Jerarquías que permiten y amparan que funcionarios del Gobierno se refieran hacia grupos indígenas como “miserables y brutos” y al día siguiente no pase nada, las que reeligen a Paloma Valencia, una senadora que propuso dividir el Cauca en dos, “un departamento indígena y otro para los mestizos”, proponiendo un apartheid como solución a sus legítimos reclamos.

Ponerles rostro y voz a estos cuerpos históricamente violentados por el pensamiento colonial es un primer paso para hablar de racismo en Colombia:

“‘No puedo respirar’ es el grito que como Floyd pegamos cuántos negros en este Pacífico. Que nos dejen respirar proveyéndonos por alguna vez de salud, educación, vivienda…

“Nuestros jóvenes tienen que salir de los territorios porque no encontramos un docente, porque no encontramos una pastilla, porque no encontramos un médico que atienda las primeras necesidades, pero también tienen que salir porque están siendo reclutados, también tienen que salir porque el Estado con las políticas está envenando el territorio. Y yo me pregunto… ¿si esto fuera en otra parte del mundo, esto se estuviera tolerando?”, Leyner Palacios, líder social afrodescendiente sobreviviente de la masacre de Bojayá.

Somos la rodilla en el cuello que asfixia, que mata, porque aquí hasta ‘poder respirar’ es un privilegio, es un grito diario contra el maltrato y la violencia que no escuchamos.

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